lunes, 2 de abril de 2007

Discurso ante el Acrópolis, André Malraux


Agradezco al Gobierno Helénico que me haya convidado a que os hablara esta noche desde aquí. Es un gran honor hablar ante el Acrópolis, aún en nombre de Francia - pero en nombre de Francia es un gran honor fraternal.
La noche griega descubre una vez más, por encima de nosotros, las constelaciones que miraban al vigía de Argos cuando esperaba la señal de la caída de Troya, a Sófocles cuando iba a escribir Atígona, y a Pericles cuando el tumulto de los constructores del Partenón había enmudecido. Pero de esta noche milenaria surge, por primera vez, el símbolo ilustre de Occidente. Todo esto, bien pronto, no será más que un espectáculo cotidiano, pero esta noche, sí, no habrá de renovarse jamás. Ante tu genio arrancado a la noche de la tierra, saluda, pueblo de Atenas, la voz inolvidable que ronda la memoria de los hombres desde que aquí se levantó: "Si todas las ciudades están destinadas a la decadencia, decid al menos de nosotros, siglos futuros, que hemos construído la ciudad más célebre y más dichosa..."
Este llamado de Pericles habría sido ininteligible para el Oriente, ebrio de eternidad, que rodeaba a Grecia. Nadie había, hasta entonces, hablado al porvenir, y muchos siglos lo han oído, pero esta noche sus palabras se oirán desde América hasta el Japón. La primera civilización mundial ha comenzado.
Ella permite que se ilumine el Acrópolis, ella lo interroga como ninguna otra civilización lo ha interrogado. El genio de Grecia ha reaparecido muchas veces en el mudo, pero no era siempre el mismo. En el Renacimiento fué tanto más deslumbrante cuanto que éste no conocía el Asia. Hoy es tanto más deslumbrante y tanto más perturbador cuanto que la conocemos. Bien pronto, espectáculos como el que ahora celebramos animará los monumentos de Egipto y de la India, devolverán la voz a los fantasmas de todos los lugares hechizados. Pero el Acrópolis es el único lugar del mundo que está hechizado, a la vez, por el espíritu y el coraje.
Frente al Antiguo Oriente, empezamos a comprender que Grecia ha creado un tipo de hombre que nunca había existido. La gloria de Pericles - del hombre que fue y del mito que va unido a su nombre - es ser al mismo tiempo el más grande servidor de la ciudad, un filósofo y un artista. Esquilo y Sófocles no habrían de conmovernos de la misma manera si no recordáramos que fueron combatientes. Para el mundo, la Grecia soberana es todavía la Atenas pensativa apoyada en su laza. Y nunca, antes que ella, el arte había unido la lanza y el pensamiento.
No podríamos decirlo demasiado, no podríamos proclamarlo demasiado: a Grecia le cabe la gloria de haber convertido en un medio mayor de formación del hombre a todo aquello que está implícito para nosotros en la confusa palabra cultura: el conjunto de las creaciones del arte y del espíritu. Gracias a la primera civilización sin libro sagrado, la palabra inteligencia quiso decir interrogación. Esa interrogación de la que habrían de nacer tantas conquistas, la del Cosmos por el pensamiento, la del destino por la tragedia, la de lo divino por el arte y por el hombre. En seguida, la Grecia antigua os dirá: "He buscado la verdad, y he encontrado la justicia y la libertad; he inventado la independencia del arte y del espíritu. He levantado por primera vez, frente a sus dioses, al hombre prosternado en todas partes desde hace cuatro milenios. Y al mismo tiempo, lo he levantado frente al déspota".
Es un lenguaje sencillo, pero todavía lo escuchamos como un lenguaje inmortal.
Ha sido olvidado durante siglos, y ha sido amenazado cada vez que se lo ha reencontrado. Quizás no haya sido nunca más necesario que ahora. El mayor problema político de nuestro tiempo es conciliar la justicia social y la libertad; el mayor problema cultural, volver accesibles las más grandes obras al más gran número de hombres. Y la civilización moderna, como la de la Grecia antigua, es una civilización de la interrogación. Pero todavía no ha encontrado el tipo de hombre ejemplar, fuese efímero o ideal, sin el cual ninguna civilización adquiere totalmente forma. Los colosos titubeantes que dominan la nuestra, apenas parecen sospechar que el objeto principal de una gran civilización no es sólo el poderío, sino también una conciencia clara de lo que aquella espera del hombre, el alma invencible por la cual Ateas, a pesar de estar sometida, obsesionaba a Alejandro en los desiertos de Asia. "Cuántos trabajos, atenienses, para merecer vuestro elogio". El hombre moderno pertenece a todos los que intentaron crearlo juntos. El espíritu no conoce naciones menores: sólo conoce naciones fraternas. Grecia, como Francia, no es nunca más grande que cuando lo es para todos los hombres, y una Grecia secreta reposa en el corazón de todos los hombres de Occidente. Viejas naciones del espíritu, no se trata de refugiarnos en nuestro pasado, sino de inventar el porvenir que aquél exige de nosotros. El hombre, e el umbral de la era atómica, necesita una vez más ser formado por el espíritu. Toda la juventud occidental necesita recordar que cuando lo fue por primera vez, el hombre puso al servicio del espíritu las lanzas que detuvieron a Jerjes. A los delegados que me preguntaron cuál podría ser la divisa de la juventud francesa, he respondido "cultura y coraje". Pueda llegar a ser nuestra divisa común, puesto que la debo a vosotros.
Y en esta hora en que Grecia se sabe en busca de su destino y de su verdad, a vosotros, más que a mí, corresponde entregar esta divisa al mundo.
Porque la cultura no se hereda: se conquista. Pero se conquista de muchas maneras, y cada una de ellas se parece a quienes la han concebido. En adelante, es a los pueblos a los que habrá de dirigirse el lenguaje de Grecia. Esta semana, la imagen del Acrópolis será contemplada por más espectadores de lo que pudo contemplarse durante dos mil años. Esos millones de hombres no escucharán este lenguaje como lo escuchaban los prelados de Roma o los señores de Versalles, y quizá no habrán de escucharlo plenamente si el pueblo griego no reconoce en él su más profunda permanencia, si las grandes ciudades muertas no resuenan en la voz de la nación viva.
Hablo de la nación griega viva, del pueblo al cual se dirige el Acrópolis antes de dirigirse a todos los demás, pero que dedica a su propio futuro todas las encarnaciones de su genio que irradiaron sucesivamente sobre Occidente: el mundo prometeico de Delfos y el mundo olímpico de Atenas, el mundo cristiano de Bizancio, y por último, durante largos años de fanatismo, el solo fanatismo de la libertad.
Pero el pueblo "que ama la vida hasta el sufrimiento" es a la vez el pueblo que cantaría en Santa Sofía y el que se exaltaba al pie de esta colina escuchando el grito de Edipo que habría de atravesar los siglos. El pueblo de la libertad, aquel para quien la Resistencia es una tradición secular, aquel cuya historia moderna es la de una interminable guerra de la independencia, el único pueblo que celebra una fiesta del "No"; ese no de ayer fué el de Missolonghi, el de Solomos. El mundo no ha olvidado que había sido primero el no de Antígona y el de Prometeo. Cuando el último sacrificado de la resistencia griega cayó al suelo sobre el cual iría a pasar su primera noche de muerto, cayó sobre la tierra donde había nacido la más noble y la más antigua de las negativas humanas bajo las mismas estrellas que habían velado a los muertos de Salamina.
Nosotros hemos aprendido la misma verdad en la misma sangre vertida por la misma causa, cuando los griegos y los franceses libres combatían hombro a hombro en la batalla de Egipto, cuando los hombres de mis "maquis" fabricaban con sus pañuelos banderitas griegas en honor de vuestras victorias y cuando las aldeas de vuestras montañas hacían repicar sus campanas por la liberación de Paris. Esta verdad es que los valores más fecundos, entre todos los del espíritu, son los que nacen de la comunión y del coraje.
Está escrito en cada una de las piedras del Acrópolis: "Extranjero, ve a decir a Lacedemonia que los que aquí cayeron han muerto en su ley..." Luces de esta noche, id a decir al mundo que las Termópilas traen consigo a Salamina y terminan en el Acrópolis. A condición de que no se las olvide. Y pueda el mundo no olvidar, por debajo de las Panateneas, el grave cortejo de los muertos de antaño y de ayer que monta su guardia solemne en la noche y alza hacia nosotros su mensaje silencioso, unido por primera vez al viejo encantamiento de Oriente: "Y si esta noche es una noche del destino, bendita sea ella hasta la aparición de la aurora".

Este discuso fué pronunciado en Atenas, el 28 de mayo e 1959, para inaugurar los "Sonidos y Luces" en el Acrópolis.Ediciones Sur, SRl, Buenos Aires.

Seleccionado por el arq. Gustavo Brandariz y Editado por el arq. Martín Lisnovsky

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